
Juan G. Bedoya Madrid 20 OCT 2012 - 22:25 CET
El Vaticano II puso en evidencia la estrecha relación de los prelados españoles con la dictadura, con gran desprestigió para los protagonistas

Los obispos españoles vivieron el Concilio Vaticano II ( 1962 a 1965) perplejos o avergonzados. Sin comprender gran parte de los documentos del concilio. Resistentes, la inmensa mayoría, a los cambios ordenados por el Vaticano. Preocupados por la reacción del jefe del Estado, el dictador Francisco Franco, al que debían, muchos de ellos, el rango episcopal. Su papel en Roma, entre 1962 y 1965, no iba ser muy brillante, sentados con mucha improvisación y mucha ignorancia teológica en los escaños del graderío central de la basílica de San Pedro. Salvo muy contadas excepciones, su papel en el Vaticano fue irrelevante, a veces incluso extravagante.
Algunos obispos habían suspendido su estancia en Roma para volver a España, se dijo que para ver a Franco antes de actuar”. Muchos vinieron a ver a Franco, efectivamente: los arzobispos Casimiro Morcillo (Madrid) o Pedro Cantero Cuadrado (Zaragoza), ex capellán de Caballería y procurador en Cortes . El dictador les advirtió sobre las “calamidades” que ocasionaría a España la inminente proclamación conciliar de la dignidad humana y la libertad religiosa como derechos humanos irrenunciable. En la España nacionalcatólica se había fusilado a protestantes, judíos y masones, y muchas personas seguían encarceladas por sus creencias religiosas.
Desprestigios o irrelevancias aparte, es un lugar común que el Vaticano II fue un amargo trago para buena parte del episcopado español. Esto escribió otro gran teólogo en aquel concilio, el jesuita alemán Karl Ranher: “La mayoría de los obispos españoles piensan que solo venimos a abolir el Vaticano I. Son una suerte de monofisitas papales que nos consideran a nosotros (los partidarios de una reforma) como nestorianos episcopalistas”.
Había otro factor que explica la proverbial incompetencia intelectual de buena parte del episcopado español. Es que no formaron equipo ni se prepararon para tan especial acontecimiento eclesial. Era un episcopado sin cabeza. Escribe en sus Memorias uno de los obispos asistentes, Jacinto Argaya, prelado de Mondoñedo-Ferrol. “Hemos venido sin dirección, especialmente porque, siguiendo una costumbre jerárquica inveterada se suponía que el líder tenía que ser el obispo más anciano
Los obispos españoles llegaron también a Roma muy huérfanos de asesores y peritos en teología.Escribe Argaya: “Regreso del Vaticano con el eclesíologo padre Salaverri, S.J. Reunión vespertina de los obispos españoles, bajo la presidencia de los cardenales. No he observado en la deliberación ni criterio único ni peso en la dirección. Los consultores Jiménez Urresti y Peinador han leído dos estudios, contradictorios entre si. En general, hemos vivido físicamente aislados del Episcopado mundial.
Enfrente, se alzaban los episcopados de la Europa católica de los años 60, rodeados de teólogos de alto renombre: Rahner, Schilleebec, Von Baltasar, Yves Congar, De Lubac, Chenou, incluso los más jóvenes Hans Küng y Joseph Ratzinger
El Vaticano aspiraba a la reconciliación de los españoles y está suficientemente demostrado que el objetivo del franquismo y de la jerarquía de la Iglesia católica del momento fue impedir esa reconciliación. Juan XXIII y su cardenal preferido, Montini, al que ya ve como su sucesor en la silla de Pedro, deciden que hay que preparar un golpe de mano en el episcopado español, poniendo al frente a personas que, poco a poco, vayan separando a la Iglesia católica de dictadura tan poco cristiana.
Franco se desespera por lo que escucha. Le dice más tarde a su ministro de información y propaganda, Manuel Fraga: “¿Cree que no me doy cuenta de lo que pasa? ¿Acaso cree que soy un payaso de circo?” Pronto el régimen abrirá una cárcel en Zamora solo para curas, condenados por predicar en euskera, catalán o gallego, por homilías contra la tortura, o por que exigir libertades para sus fieles.